En los últimos años, las emisiones de gases contaminantes popularmente se asocian al calentamiento global, por esa capacidad que tienen algunos para retener calor, propiciando el conocido efecto invernadero. Con esto, muchas veces descuidamos que una parte de esas partículas que lanzamos al aire acaban entrando por nuestra nariz o boca, hasta llegar a los pulmones e incluso a la sangre. Algunas tienen tamaños minúsculos, casi impensables, de apenas 0,1 micrómetros (1 micrómetro es la milésima parte de un milímetro). Cuando alcanzan esa dimensión, consiguen mezclarse con nuestro cuerpo y a veces provocar una amalgama de efectos adversos en la salud, como infecciones respiratorias, enfermedades cardiovasculares y el temido cáncer de pulmón.
Solo una pequeña parte de las personas expuestas a la contaminación acaban enfermando, pero los números que salen de recientes investigaciones, entre ellos los datos que recaba la Organización Mundial de la Salud, bastan para estar preocupados. Se estima que cada año mueren de forma prematura alrededor de 10 millones de personas en el mundo debido a la contaminación. En los últimos años, España ha acumulado cerca de 30.000 defunciones anuales relacionadas con el mal estado del aire; 800.000 de media en Europa, según algunos estudios como el publicado en la revista European Heart Journal por un grupo de científicos alemanes en 2019. Estos datos son suficientemente abultados como para tomar medidas en nuestro día a día, mientras logramos reducir las emisiones.
La contaminación del aire se define como una mezcla compleja que incluye numerosos elementos, como el material particulado (PM), ozono (03), óxidos de nitrógeno (NOX) o metano, entre muchos otros. Algunos proceden de fuentes naturales, como el polvo en suspensión y la calima que últimamente nos viene afectando, mientras otros llegan de la actividad humana, que a fin de cuentas se considera el origen fundamental. Para enumerar las recomendaciones vamos a establecer una diferenciación entre las que se deben considerar frente al polvo y las que subyacen de otro tipo de contaminantes.
Las intrusiones de masas de aire con polvo sahariano últimamente se están prodigando en Europa, sobre todo en Canarias y la Península Ibérica. No es un fenómeno raro, nos visita con cierta regularidad, pero las últimas irrupciones han sido duraderas y han ocupado gran parte del continente. A la reducción de visibilidad y ese cielo turbio que se manifiesta, hay que sumar algo más importante: la incidencia en nuestra salud. Estas partículas contribuyen a resecar las vías respiratorias, afectando sobre todo a niños, ancianos y personas con enfermedades respiratorias como el asma o la enfermedad obstructiva crónica (EPOC). A continuación enumeramos algunos consejos para hacerles frente:
El polvo en suspensión suele conllevar el incremento de PM10 y en menor medida de las PM2.5, consideradas como partículas grandes y finas, respectivamente. No son las más perjudiciales, pero los expertos han constatado que sí influyen en las afecciones respiratorias nombradas, además de algunas alergias. En el día a día nos podemos topar con otras ‘ultrafinas’ que interactúan de forma más eficiente con nuestro cuerpo, especialmente en las ciudades, cerca de vías muy transitadas y en jornadas anticiclónicas. Veámos algunos consejos:
Tras varios estudios consultados, la conclusión es que las mascarillas, sin proteger al 100%, son una gran opción para reducir la exposición a la contaminación. Eso sí, no vale cualquiera, al parecer debemos utilizar al menos una FFP2. Llevándola, convierte en residual la respiración de partículas PM10 y reduce en un 43% el o con las PM2.5.